A las ocho en el reloj.
Michelena, Donostia-San Sebastián : 2008.
218 p. : il.
Colección: Monográficas Michelena ; 16.
Donostia-San Sebastián.
Mobiliario urbano.
Relojes.
Sbc Investigación 681.11 ALA
http://millennium.ehu.es/record=b1565549~S1*spi
TEXTO COMPLETO | Michelena
http://www.michag.es/es/monograficas/
Esta obra constituye una aproximación a la historia del reloj a través de una colección privada. Las explicaciones sustentan un recorrido visual por piezas de gran valor, y nos proporcionan las claves del progreso en la técnica y ciencia de la medición del tiempo, desde el reloj de sol hasta las máquinas electrónicas de hoy. Como todos los títulos que componen la colección Monográficas Michelena, destaca el buen gusto de la edición y la calidad del soporte y de las reproducciones. Completa el libro un paseo fotográfico por los relojes urbanos de San Sebastián con sus descriptores.
Agujas que esconden historias
Gontzal Largo
Hubo una época, no demasiado lejana, en la que para conocer la hora había que alzar la vista al cielo. Luego, con suerte, se atisbaba el campanario de una iglesia, la fachada de algún ayuntamiento o el pórtico de una estación de ferrocarril y ahí, indolente y preciso, un reloj susurraba horas, minutos y segundos. Hubo una época en la que el tiempo no viajaba anudado en las muñecas de las personas, en la que los teléfonos móviles eran una fantasía futurista y conocer la hora dependía, casi exclusivamente, de la generosidad de aquellos estamentos que vestían sus edificios con un reloj. Los años han pasado y conocer la hora es, hoy en día, una necesidad a la que todo, o casi todo, el mundo tiene fácil acceso.
No siempre ha sido así. Tiempo atrás, cuando no existían los relojes de bolsillo o de pulsera, los medidores de tiempo públicos eran referencias básicas en la vida de ciudades y pueblos: una única máquina –estratégicamente situada en una torre o una fachada– era capaz de guiar las vidas y los ritmos de toda una comunidad. Cuando los relojes personales se popularizaron, la hora se democratizó pero seguían persistiendo ciertos problemas: había que darles cuerda y ponerlos en hora, siempre con la ayuda de un medidor “oficial” ya estuviera en una iglesia, o en la carta de ajuste de la televisión. Los siglos pasan y los relojes públicos, aunque desprovistos de aquella importancia vital, permanecen en los lugares desde donde, antaño, gobernaron las vidas de nuestros antepasados. Su función actual es otra, no tan dinámica, no tan esencial pero, simbólicamente, igual de poderosa.
Uno de los más famosos medidores de tiempo de San Sebastián es invisible, no puede verse, pero sí oírse. Se encuentra en la confluencia de las calles Andia y Garibay y, desde hace casi 100 años, anuncia a donostiarras y foráneos la llegada del mediodía. Pertenece a la Relojería Internacional y es reconocible por su estruendosa sirena que, puntualmente a las 12 horas, inunda el centro de la ciudad de decibelios. El discreto reloj se encuentra en el interior de la tienda, pero el artilugio que hace posible el bramido fabril –de hecho, se trata de una alarma industrial, utilizada hace décadas para anunciar los cambios de turno– se ubica en la azotea del inmueble del número 2 de la calle Andia. La idea original fue del periódico El Pueblo Vasco que creó el reclamo publicitario a principios del siglo XX con la cortés intención de que todos los donostiarras se sirvieran de éste para poner en hora sus relojes. En la década de los años treinta, la Relojería Internacional tomó el relevo –y la sirena– perviviendo la tradición hasta nuestros días y convirtiendo este ruido semejante a un toque de queda bélico en un icono sonoro de San Sebastián.
A escasos metros de allí, en una de las principales arterias de la capital guipuzcoana, el Boulevard, se levanta un reloj de formas clásicas y una base de recia fundición. A pesar de su fisonomía, no hay que llamarse a engaño: la máquina es tan reciente como la remodelación de la vía sobre la que se asienta, del año 1999. Sustituye al que fue mítico “reloj del Bule”, lugar de encuentro para toda una generación de donostiarras que se encontraba adosado en uno de los muros calizos en los que desemboca la calle San Jerónimo. Ni era bello, ni pretendía serlo, sino que nació en una época, los años sesenta, en la que funcionalidad y modernidad iban de la mano. El reloj del Bule era muy poco agraciado: un pantallón automático de grandes números que algunos comparaban maliciosamente con los marcadores de los espacios deportivos, como si la hora en ese rincón de San Sebastián fuera un lento tanteo. La razón de ser de este prodigio que acabó convirtiéndose en el epicentro de un millón de citas –entre amigos, entre novios, entre amantes…– eran las paradas de autobuses que se amontonaban a unos pocos metros. Fue instalado por la propia Compañía del Tranvía de San Sebastián para que usuarios y conductores tuvieran conocimiento del momento en el que vivían y los autobuses partían. En las puertas del siglo XXI, el Boulevard cambió de vestimenta, los carriles de tráfico se desplazaron unos metros hacia el Ensanche Cortázar y el reloj automático perdió la utilidad y, en consecuencia, el indulto que le impedía morir. En 1999 fue retirado y sustituido por, paradojas de la vida, uno de esfera y agujas situado junto al kiosco de la música.
La geografía de San Sebastián, como la de cualquier otra capital, se puede estructurar en torno a estas complejas máquinas que vigilan los entresijos del tiempo. En la Bella Easo hay relojes de altos vuelos como el del Buen Pastor o el de la basílica de Santa María, aupado éste sobre la estatua de San Sebastián más siniestra de la ciudad; relojes adosados a vetustos edificios góticos como el de la iglesia de San Vicente; relojes ligados al principal emblema de la ciudad, en los monolitos del Paseo de La Concha; relojes que daban –y siguen dando- la bienvenida a aquellos que llegaban desde Francia, como el de Ategorrieta, o relojes que, parece, nunca funcionan correctamente como las ajardinadas agujas de la plaza de Gipuzkoa, que algunos halcones nocturnos gustan de poner en horas imposibles.
El tiempo es, junto al amor, el único bien que ni tiene precio, ni puede comprarse, de ahí que no haya plaza mayor, ayuntamiento o iglesia en nuestro territorio histórico carente de un moderno medidor de tiempo. Incluso, mucho antes de que la tecnología mecánica asomara por el horizonte, la dictadura de las horas se ejercía a través de relojes de sol. Su dinámica es sencilla, aplastante y tan exacta como la rutina del astro rey, aunque le afecten los días nublados, tan habituales en estas coordenadas cantábricas. Así, hallamos relojes solares en el ayuntamiento de Rentería; en la Erloju Etxe de la calle Euskal Herria de Ibarra; en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción en Segura; en el templo homónimo en Baliarrain; en la de San Lorenzo de Ikaztegieta; en la puerta monumental de Santa María, de Hondarribia; en la iglesia de San Andrés de Eibar o en la Torre de Alzola de Elgoibar.Todos ellos, por supuesto, siguen funcionando para ojos de aquellos románticos que les prestan atención.
Y luego, claro, hay relojes con historia, con mucha historia. En Eibar, el del Ayuntamiento fue parte implicada en uno de los hechos más importantes acaecidos en la biografía moderna de la villa: la localidad armera fue la primera de España en izar la bandera de la República el 14 de abril de 1931. Ocurrió pocos minutos antes de las ocho de la mañana. En las horas previas, varios camioneros que realizaban rutas entre Madrid y el País Vasco habían confirmado los rumores que se venían sucediendo: la II República era una realidad palpable que había que oficializar. Así, sindicalistas y políticos se pusieron en marcha para que, poco antes del amanecer, la plaza del Ayuntamiento rebosara de eibarreses ávidos de la esperada proclamación. Ésta tuvo lugar frente al Ayuntamiento de traza neoclásica, decorado en su frontón por un reloj de esfera que se convertiría en testigo mudo de este hecho histórico: a las 7.45 horas, se izó la enseña republicana para gloria de muchos y temor de unos pocos: para algunos, los acontecimientos se habían desarrollado con demasiada precipitación y prestancia, como así se demostró: hubieron de pasar casi seis horas más para que Francesc Maciá en la otra punta del país, en el edificio de la Diputación de Barcelona, hiciera las veces con el trapo rojo, amarillo y morado. Eibar había sido vanguardia del movimiento republicano. El reloj de su Ayuntamiento podía dar fe de ello.