[Gijón] : Ediciones Nuevedoce, 2015
29 p. : principalmente il. bl. y n.
Arte prerrománico -- Asturias
Fotografía de arquitectura
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Arquitectura Asturiana de los siglos IX y X
El contexto histórico en el que se sitúa esta Arquitectura Asturiana,
como la definió Jovellanos por su singularidad, sencillez y originalidad formal
respecto a la tradición visigoda inmediatamente anterior y a la románica,
venida de Francia, inmediatamente posterior, es la Alta Edad Media,
concretamente entre finales del siglo VIII y principios del X.
Está considerado el conjunto arquitectónico de esta época más importante de toda Europa y está formado por catorce construcciones de las que seis: el palacio de Santa Maria del Naranco, las Iglesias de San Miguel de Lillo, Santa Cristina de Lena y San Julián de los Prados, la fuente de la Foncalada y la Cámara Santa, desde finales de los años ochenta, están reconocidas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
Su evolución y desarrollo está estrechamente ligado al de la Monarquía asturiana de este periodo y será consecuencia y testimonio directo de ese tiempo en el que, monarquía a monarquía, desde mediados de ese siglo VIII se fue consolidando el Reino de Asturias, política, territorial y socialmente hasta su cambio de rumbo, entrado ya el siglo X, con el traslado de la corte a León y con el fin de esta etapa de la Monarquía asturiana.
Tres reinados serán los que más claramente impulsarán esta arquitectura con soluciones constructivas y características estéticas y formales diferentes entre sí: el de Alfonso II entre el 791 y el 842, el de Ramiro I entre el 842 y el 850 y el de Alfonso III entre el 866 y el 912. El carácter de las construcciones que se conservan de los tres periodos, así como el de las que se tiene constancia escrita, será básicamente religioso a raíz de la fuerte cristianización que se va implantando y de carácter civil para uso de la corte.
La antesala de esta etapa de la Monarquía asturiana se centra en los primeros años del siglo VIII, cuando la sociedad astur se organizaba en agrupaciones campesinas gobernadas por jefes locales en un territorio disperso y de difícil geografía, romanizado en cuanto a vías de comunicación pero sin núcleos urbanos de población importantes y con un espíritu religioso aún de prácticas paganas y romanas en muchos casos. En ese momento en la Península Ibérica se vivía una realidad política y social fundamentalmente condicionada por la hegemonía del Reino visigodo de Toledo, ya desde el siglo V, y por el inicio en el 711 de las primeras expediciones a las tierras del norte de al-Andalus con intenciones de conquista. […]
Está considerado el conjunto arquitectónico de esta época más importante de toda Europa y está formado por catorce construcciones de las que seis: el palacio de Santa Maria del Naranco, las Iglesias de San Miguel de Lillo, Santa Cristina de Lena y San Julián de los Prados, la fuente de la Foncalada y la Cámara Santa, desde finales de los años ochenta, están reconocidas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
Su evolución y desarrollo está estrechamente ligado al de la Monarquía asturiana de este periodo y será consecuencia y testimonio directo de ese tiempo en el que, monarquía a monarquía, desde mediados de ese siglo VIII se fue consolidando el Reino de Asturias, política, territorial y socialmente hasta su cambio de rumbo, entrado ya el siglo X, con el traslado de la corte a León y con el fin de esta etapa de la Monarquía asturiana.
Tres reinados serán los que más claramente impulsarán esta arquitectura con soluciones constructivas y características estéticas y formales diferentes entre sí: el de Alfonso II entre el 791 y el 842, el de Ramiro I entre el 842 y el 850 y el de Alfonso III entre el 866 y el 912. El carácter de las construcciones que se conservan de los tres periodos, así como el de las que se tiene constancia escrita, será básicamente religioso a raíz de la fuerte cristianización que se va implantando y de carácter civil para uso de la corte.
La antesala de esta etapa de la Monarquía asturiana se centra en los primeros años del siglo VIII, cuando la sociedad astur se organizaba en agrupaciones campesinas gobernadas por jefes locales en un territorio disperso y de difícil geografía, romanizado en cuanto a vías de comunicación pero sin núcleos urbanos de población importantes y con un espíritu religioso aún de prácticas paganas y romanas en muchos casos. En ese momento en la Península Ibérica se vivía una realidad política y social fundamentalmente condicionada por la hegemonía del Reino visigodo de Toledo, ya desde el siglo V, y por el inicio en el 711 de las primeras expediciones a las tierras del norte de al-Andalus con intenciones de conquista. […]
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