España 2012 : Spain yearbook / director-editor, Luis Fernández Galiano
Arquitectura Viva, Madrid : 2012
239 p. : il.
Ed. bilingüe español e inglés
En: AV : monografías = monographs, n. 153-154 (Enero - Abril 2012)
Arquitectura -- Siglo XXI -- España.
Sbc Aprendizaje A-72(082) *AVM/153-154
http://millennium.ehu.es/record=b1740898~S1*spi
El precipicio y la protesta / Luis Fernández-Galiano
Los protagonistas de 2011 han sido un abismo y un
clamor: el abismo en que amenazan con precipitarse las economías europeas, golpeadas
por la crisis de la deuda y la moneda común, en una caída que tendría
repercusiones en Estados Unidos e incluso en los pujantes países emergentes; y
el clamor de protesta contra las élites políticas y financieras, que incendió el
mundo árabe, tuvo en el 15-M español el episodio más notorio de la Europa
meridional y alcanzó Estados Unidos con la denuncia popular de Wall Street.
Ambos rasgos, precipicio y protesta, están además íntimamente vinculados, porque
es el vértigo del abismo el que hace aceptar a las poblaciones sacrificios
inéditos, y la frustración con la esterilidad de esas medidas para reanimar la
economía lo que alimenta la indignación con el statu quo.
En nuestro continente, las urgencias de la crisis financiera —que han propiciado la sustitución de políticos por tecnócratas en algunos de los países más afectados, y muy singularmente en Grecia y en Italia— han puesto en segundo plano las otras crisis del planeta: la climática, que continúa agravándose, con cumbres como la de Durban manifestándose incapaces de tomar decisiones relevantes; la energética, que ha seguido acentuándose tras los daños ocasionados por el tsunami de marzo en la central nuclear de Fukushima, un dramático accidente que ha puesto en cuestión esta fuente de energía en Japón y en el mundo; y la geopolítica, que se ha hecho aún más enrevesada con la retirada estadounidense de Irak, los fracasos en la contención de Irán y la convulsa incertidumbre de la ‘primavera árabe’, una mudanza histórica que resuena con la muerte violenta de dos enemigos públicos de Occidente, Osama Bin Laden y Muamar el Gadafi, y con la concentración de los efectivos militares de la superpotencia en el teatro del Pacífico, como corresponde al nuevo escenario creado por el ascenso impetuoso de China, un país cuyo impulso decidido apenas deja espacio a la disidencia, según pudo comprobarse con la “cause célèbre” de Ai Weiwei, el artista y arquitecto que fue destacado este año como el personaje más influyente del mundo del arte, mientras sufría la detención y el hostigamiento de las autoridades chinas.
Ya en España, el declive industrial y el desplome inmobiliario, unidos a la contracción del gasto público, han llevado a cotas de paro que alcanzan casi el 50% entre los jóvenes, a una inversión de los flujos demográficos hacia la emigración, y a una decepción con el gobierno que condujo a victorias abrumadoras de la oposición conservadora en las elecciones municipales y autonómicas de mayo, así como en las generales de noviembre. La explosión de la burbuja inmobiliaria, unida a la crisis fiscal de todas las administraciones —central, autonómica y local— ha tenido un efecto devastador sobre la arquitectura: el mercado de suelo prácticamente ha desaparecido, la construcción de viviendas se ha desplomado a la décima parte de las iniciadas hace un lustro, y la promoción pública de edificios dotacionales se ha paralizado. El dato de la vivienda es singularmente revelador: en 2006 se iniciaron 865.000, en 2011 apenas 83.000. Más de la mitad de los estudios de arquitectura de Madrid y Barcelona han cerrado, una profesión que no conocía el desempleo tiene hoy un paro estimado de un 45% , y los arquitectos jóvenes emigran masivamente al norte de Europa o al sur de América, a China o al Golfo.
El invierno económico ha congelado también la construcción o las actividades de grandes complejos como la Ciudad de la Cultura de Galicia en Santiago de Compostela o el Centro Niemeyer en Avilés, ha puesto de manifiesto la desmesura de otros que permanecen casi ayunos de rentabilidad económica o social, como el Estadio Olímpico de Sevilla, el Centro de Creación de las Artes en Alcorcón o la Terra Mítica de Benidorm, y ha hecho aflorar escándalos de corrupción vinculados a grandes obras en Mallorca y Valencia, donde Santiago Calatrava ha debido comparecer ante los jueces, un difícil trance acaso compensado por su nombramiento como asesor cultural del Vaticano. Este paisaje desolador ha propiciado la crítica de los arquitectos-estrella y las obras emblemáticas —aunque no ha impedido a la Fundación Botín encargar a Renzo Piano un centro de arte icónico para Santander—, y ha estimulado también una nueva cultura arquitectónica de la eficacia material y la exigencia productiva, presente en el trabajo de constructores-fabricantes como Jean Prouvé, que se expuso en Madrid como una inspiración para el tiempo que viene.
A caballo entre lo viejo y lo nuevo estuvieron muchas de las noticias positivas de un año ominoso que vio sin embargo completarse Madrid-Río, una obra paisajística ejemplar ejecutada por un equipo dirigido por Ginés Garrido; el polémico Metropol Parasol de Jürgen Mayer en Sevilla y el innovador Matadero de Madrid (una adaptación para usos culturales realizada por un grupo de jóvenes arquitectos, entre los cuales Arturo Franco, Churtichaga Quadra-Salcedo, Langarita Navarro, Carnicero, Vila y Virseda o Antón García-Abril), dos ejemplos opuestos de intervención en entornos patrimoniales; o el Museo de Lugo y el Ayuntamiento de Lalín, dos edificios públicos en la Galicia interior que se sumaron a otros logros de sus autores respectivos —Nieto Sobejano y Mansilla Tuñón— en el terreno del diálogo con la historia: la inauguración de la ampliación del Museo de San Telmo en San Sebastián y la obtención del premio FAD por el hotel-restaurante Atrio en el casco antiguo de Cáceres. Y ningún ejemplo mejor de ese diálogo que el Museo de Arte Romano de Rafael Moneo, que celebró sus 25 años mientras en la misma Mérida se terminaban dos obras de arquitectos emergentes que señalan caminos muy divergentes entre sí: el laconismo material del entorno del templo de Diana, de José María Sánchez García, y la policromía en policarbonato de la Factoría Joven, de Selgas Cano, una pareja que culminó también su celebrado Auditorio y Palacio de Congresos El Batel, en Cartagena.
En la escena internacional fue el año de los maestros portugueses, Álvaro Siza, que obtuvo la medalla de la UIA, y Eduardo Souto de Moura, que fue galardonado con el Pritzker y completó en L’Hospitalet un monumental bodegón de edificios; del británico David —aunque no ha impedido a la Fundación Botín encargar a Renzo Piano un centro de arte icónico para Santander—, y ha estimulado también una nueva cultura arquitectónica de la eficacia material y la exigencia productiva, presente en el trabajo de constructores-fabricantes como Jean Prouvé, que se expuso en Madrid como una inspiración para el tiempo que viene.
A caballo entre lo viejo y lo nuevo estuvieron muchas de las noticias positivas de un año ominoso que vio sin embargo completarse Madrid-Río, una obra paisajística ejemplar ejecutada por un equipo dirigido por Ginés Garrido; el polémico Metropol Parasol de Jürgen Mayer en Sevilla y el innovador Matadero de Madrid (una adaptación para usos culturales realizada por un grupo de jóvenes arquitectos, entre los cuales Arturo Franco, Churtichaga Quadra-Salcedo, Langarita Navarro, Carnicero, Vila y Virseda o Antón García-Abril), dos ejemplos opuestos de intervención en entornos patrimoniales; o el Museo de Lugo y el Ayuntamiento de Lalín, dos edificios públicos en la Galicia interior que se sumaron a otros logros de sus autores respectivos —Nieto Sobejano y Mansilla Tuñón— en el terreno del diálogo con la historia: la inauguración de la ampliación del Museo de San Telmo en San Sebastián y la obtención del premio FAD por el hotel-restaurante Atrio en el casco antiguo de Cáceres. Y ningún ejemplo mejor de ese diálogo que el Museo de Arte Romano de Rafael Moneo, que celebró sus 25 años mientras en la misma Mérida se terminaban dos obras de arquitectos emergentes que señalan caminos muy divergentes entre sí: el laconismo material del entorno del templo de Diana, de José María Sánchez García, y la policromía en policarbonato de la Factoría Joven, de Selgas Cano, una pareja que culminó también su celebrado Auditorio y Palacio de Congresos El Batel, en Cartagena.
En la escena internacional fue el año de los maestros portugueses, Álvaro Siza, que obtuvo la medalla de la UIA, y Eduardo Souto de Moura, que fue galardonado con el Pritzker y completó en L’Hospitalet un monumental bodegón de edificios; del británico David Chipperfield, que recibió la medalla de oro del RIBA, terminó su rotunda Hepworth Gallery en Wakefield, y consiguió el Premio Mies por su admirable Neues Museum berlinés, una obra Chipperfield, que recibió la medalla de oro del RIBA, terminó su rotunda Hepworth Gallery en Wakefield, y consiguió el Premio Mies por su admirable Neues Museum berlinés, una obra que reformula los criterios de reconstrucción de edificios históricos; y tristemente también del mexicano Ricardo Legorreta, que obtuvo el Praemium Imperiale poco antes de fallecer el penúltimo día del año, dejando el recuerdo de su obra colorista y cerrando un desfile de las pérdidas en el que también deben mencionarse los españoles Antonio Miró y Eleuterio Población, el húngaro Imre Makovecz, el estadounidense Ralph Lerner y el argentino Mario Roberto Álvarez. Pero la desaparición más sonora fue la de Steve Jobs, un genio del diseño y de la empresa que nos lega los productos de Apple y el proyecto para la nueva sede de la compañía en California, un colosal anillo futurista, liviano como una estación espacial y salido del lápiz de Norman Foster, el mismo arquitecto que inauguró ese año la terminal de Virgin para vuelos espaciales privados.
Más cerca de la tierra, Zaha Hadid obtuvo por segundo año consecutivo el premio Stirling, en esta ocasión por la Evelyn Grace Academy, una escuela londinense que se enreda alrededor de una pista de atletismo; Enric Ruiz-Geli consiguió el premio Building of the Year con su Media-TIC, y proyectó una nueva sede para los experimentos gastronómicos de Ferrán Adriá, tras el anunciado cierre de El Bulli; y los jóvenes de Zigzag alcanzaron el premio de Arquitectura Española con una conjunto de vivienda en Mieres, en un año en que Lacaton Vassal completaron por fin su modélica rehabilitación de una torre residencial, que abre nuevas perspectivas en la regeneración urbana. Fogonazos todos de esperanza en un tiempo atribulado, esmaltado por cierto con proyectos de dimensión espiritual, como el museo vacío de Ryue Nishizawa con la artista Rei Naito en la isla de Teshima, la luminosa iglesia de Rafael Moneo en San Sebastián, y las celdas exactas para monjas clarisas construidas por Renzo Piano en la ladera de Ronchamp: recintos de reflexión en un año jalonado por un centón de precipicios económicos y protestas ecuménicas.
En nuestro continente, las urgencias de la crisis financiera —que han propiciado la sustitución de políticos por tecnócratas en algunos de los países más afectados, y muy singularmente en Grecia y en Italia— han puesto en segundo plano las otras crisis del planeta: la climática, que continúa agravándose, con cumbres como la de Durban manifestándose incapaces de tomar decisiones relevantes; la energética, que ha seguido acentuándose tras los daños ocasionados por el tsunami de marzo en la central nuclear de Fukushima, un dramático accidente que ha puesto en cuestión esta fuente de energía en Japón y en el mundo; y la geopolítica, que se ha hecho aún más enrevesada con la retirada estadounidense de Irak, los fracasos en la contención de Irán y la convulsa incertidumbre de la ‘primavera árabe’, una mudanza histórica que resuena con la muerte violenta de dos enemigos públicos de Occidente, Osama Bin Laden y Muamar el Gadafi, y con la concentración de los efectivos militares de la superpotencia en el teatro del Pacífico, como corresponde al nuevo escenario creado por el ascenso impetuoso de China, un país cuyo impulso decidido apenas deja espacio a la disidencia, según pudo comprobarse con la “cause célèbre” de Ai Weiwei, el artista y arquitecto que fue destacado este año como el personaje más influyente del mundo del arte, mientras sufría la detención y el hostigamiento de las autoridades chinas.
Ya en España, el declive industrial y el desplome inmobiliario, unidos a la contracción del gasto público, han llevado a cotas de paro que alcanzan casi el 50% entre los jóvenes, a una inversión de los flujos demográficos hacia la emigración, y a una decepción con el gobierno que condujo a victorias abrumadoras de la oposición conservadora en las elecciones municipales y autonómicas de mayo, así como en las generales de noviembre. La explosión de la burbuja inmobiliaria, unida a la crisis fiscal de todas las administraciones —central, autonómica y local— ha tenido un efecto devastador sobre la arquitectura: el mercado de suelo prácticamente ha desaparecido, la construcción de viviendas se ha desplomado a la décima parte de las iniciadas hace un lustro, y la promoción pública de edificios dotacionales se ha paralizado. El dato de la vivienda es singularmente revelador: en 2006 se iniciaron 865.000, en 2011 apenas 83.000. Más de la mitad de los estudios de arquitectura de Madrid y Barcelona han cerrado, una profesión que no conocía el desempleo tiene hoy un paro estimado de un 45% , y los arquitectos jóvenes emigran masivamente al norte de Europa o al sur de América, a China o al Golfo.
El invierno económico ha congelado también la construcción o las actividades de grandes complejos como la Ciudad de la Cultura de Galicia en Santiago de Compostela o el Centro Niemeyer en Avilés, ha puesto de manifiesto la desmesura de otros que permanecen casi ayunos de rentabilidad económica o social, como el Estadio Olímpico de Sevilla, el Centro de Creación de las Artes en Alcorcón o la Terra Mítica de Benidorm, y ha hecho aflorar escándalos de corrupción vinculados a grandes obras en Mallorca y Valencia, donde Santiago Calatrava ha debido comparecer ante los jueces, un difícil trance acaso compensado por su nombramiento como asesor cultural del Vaticano. Este paisaje desolador ha propiciado la crítica de los arquitectos-estrella y las obras emblemáticas —aunque no ha impedido a la Fundación Botín encargar a Renzo Piano un centro de arte icónico para Santander—, y ha estimulado también una nueva cultura arquitectónica de la eficacia material y la exigencia productiva, presente en el trabajo de constructores-fabricantes como Jean Prouvé, que se expuso en Madrid como una inspiración para el tiempo que viene.
A caballo entre lo viejo y lo nuevo estuvieron muchas de las noticias positivas de un año ominoso que vio sin embargo completarse Madrid-Río, una obra paisajística ejemplar ejecutada por un equipo dirigido por Ginés Garrido; el polémico Metropol Parasol de Jürgen Mayer en Sevilla y el innovador Matadero de Madrid (una adaptación para usos culturales realizada por un grupo de jóvenes arquitectos, entre los cuales Arturo Franco, Churtichaga Quadra-Salcedo, Langarita Navarro, Carnicero, Vila y Virseda o Antón García-Abril), dos ejemplos opuestos de intervención en entornos patrimoniales; o el Museo de Lugo y el Ayuntamiento de Lalín, dos edificios públicos en la Galicia interior que se sumaron a otros logros de sus autores respectivos —Nieto Sobejano y Mansilla Tuñón— en el terreno del diálogo con la historia: la inauguración de la ampliación del Museo de San Telmo en San Sebastián y la obtención del premio FAD por el hotel-restaurante Atrio en el casco antiguo de Cáceres. Y ningún ejemplo mejor de ese diálogo que el Museo de Arte Romano de Rafael Moneo, que celebró sus 25 años mientras en la misma Mérida se terminaban dos obras de arquitectos emergentes que señalan caminos muy divergentes entre sí: el laconismo material del entorno del templo de Diana, de José María Sánchez García, y la policromía en policarbonato de la Factoría Joven, de Selgas Cano, una pareja que culminó también su celebrado Auditorio y Palacio de Congresos El Batel, en Cartagena.
En la escena internacional fue el año de los maestros portugueses, Álvaro Siza, que obtuvo la medalla de la UIA, y Eduardo Souto de Moura, que fue galardonado con el Pritzker y completó en L’Hospitalet un monumental bodegón de edificios; del británico David —aunque no ha impedido a la Fundación Botín encargar a Renzo Piano un centro de arte icónico para Santander—, y ha estimulado también una nueva cultura arquitectónica de la eficacia material y la exigencia productiva, presente en el trabajo de constructores-fabricantes como Jean Prouvé, que se expuso en Madrid como una inspiración para el tiempo que viene.
A caballo entre lo viejo y lo nuevo estuvieron muchas de las noticias positivas de un año ominoso que vio sin embargo completarse Madrid-Río, una obra paisajística ejemplar ejecutada por un equipo dirigido por Ginés Garrido; el polémico Metropol Parasol de Jürgen Mayer en Sevilla y el innovador Matadero de Madrid (una adaptación para usos culturales realizada por un grupo de jóvenes arquitectos, entre los cuales Arturo Franco, Churtichaga Quadra-Salcedo, Langarita Navarro, Carnicero, Vila y Virseda o Antón García-Abril), dos ejemplos opuestos de intervención en entornos patrimoniales; o el Museo de Lugo y el Ayuntamiento de Lalín, dos edificios públicos en la Galicia interior que se sumaron a otros logros de sus autores respectivos —Nieto Sobejano y Mansilla Tuñón— en el terreno del diálogo con la historia: la inauguración de la ampliación del Museo de San Telmo en San Sebastián y la obtención del premio FAD por el hotel-restaurante Atrio en el casco antiguo de Cáceres. Y ningún ejemplo mejor de ese diálogo que el Museo de Arte Romano de Rafael Moneo, que celebró sus 25 años mientras en la misma Mérida se terminaban dos obras de arquitectos emergentes que señalan caminos muy divergentes entre sí: el laconismo material del entorno del templo de Diana, de José María Sánchez García, y la policromía en policarbonato de la Factoría Joven, de Selgas Cano, una pareja que culminó también su celebrado Auditorio y Palacio de Congresos El Batel, en Cartagena.
En la escena internacional fue el año de los maestros portugueses, Álvaro Siza, que obtuvo la medalla de la UIA, y Eduardo Souto de Moura, que fue galardonado con el Pritzker y completó en L’Hospitalet un monumental bodegón de edificios; del británico David Chipperfield, que recibió la medalla de oro del RIBA, terminó su rotunda Hepworth Gallery en Wakefield, y consiguió el Premio Mies por su admirable Neues Museum berlinés, una obra Chipperfield, que recibió la medalla de oro del RIBA, terminó su rotunda Hepworth Gallery en Wakefield, y consiguió el Premio Mies por su admirable Neues Museum berlinés, una obra que reformula los criterios de reconstrucción de edificios históricos; y tristemente también del mexicano Ricardo Legorreta, que obtuvo el Praemium Imperiale poco antes de fallecer el penúltimo día del año, dejando el recuerdo de su obra colorista y cerrando un desfile de las pérdidas en el que también deben mencionarse los españoles Antonio Miró y Eleuterio Población, el húngaro Imre Makovecz, el estadounidense Ralph Lerner y el argentino Mario Roberto Álvarez. Pero la desaparición más sonora fue la de Steve Jobs, un genio del diseño y de la empresa que nos lega los productos de Apple y el proyecto para la nueva sede de la compañía en California, un colosal anillo futurista, liviano como una estación espacial y salido del lápiz de Norman Foster, el mismo arquitecto que inauguró ese año la terminal de Virgin para vuelos espaciales privados.
Más cerca de la tierra, Zaha Hadid obtuvo por segundo año consecutivo el premio Stirling, en esta ocasión por la Evelyn Grace Academy, una escuela londinense que se enreda alrededor de una pista de atletismo; Enric Ruiz-Geli consiguió el premio Building of the Year con su Media-TIC, y proyectó una nueva sede para los experimentos gastronómicos de Ferrán Adriá, tras el anunciado cierre de El Bulli; y los jóvenes de Zigzag alcanzaron el premio de Arquitectura Española con una conjunto de vivienda en Mieres, en un año en que Lacaton Vassal completaron por fin su modélica rehabilitación de una torre residencial, que abre nuevas perspectivas en la regeneración urbana. Fogonazos todos de esperanza en un tiempo atribulado, esmaltado por cierto con proyectos de dimensión espiritual, como el museo vacío de Ryue Nishizawa con la artista Rei Naito en la isla de Teshima, la luminosa iglesia de Rafael Moneo en San Sebastián, y las celdas exactas para monjas clarisas construidas por Renzo Piano en la ladera de Ronchamp: recintos de reflexión en un año jalonado por un centón de precipicios económicos y protestas ecuménicas.
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