En: Revista del Ministerio de Fomento, n. 675 (2017), p. 42-25.
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La historia de la plaza Mayor de Madrid es la historia de una gran metamorfosis: desde su modesto origen, allá por la Edad Media, como mercado de abastos en los arrabales de la ciudad, hasta convertirse en el majestuoso recinto porticado que es hoy, la plaza se ha ido transformando a la medida de los deseos de reyes y alcaldes.
Eterna superviviente, la plaza sufrió en su centenaria historia tres incendios devastadores que dieron lugar también a profundas operaciones de rediseño. Y ha resistido con gallardía las veleidades de regidores deseosos de pasar a la historia por dejar en ella su impronta, de modo que ha lucido ajardinada a la francesa, engalanada de árboles, fuentes y parterres; como en su día fue escenario de corridas de toros, ajusticiamientos, beatificaciones y coronaciones; alojó cabeceras de tranvía y fue utilizada como aparcamiento. Siempre viva, castiza o mundana, tuvo un balcón reservado a los reyes pero también se llamó plaza de la República. Imperial y doméstica al mismo tiempo, a su alrededor se arremolinaron los gremios al calor de la creciente actividad comercial de la zona, y a los panaderos y carniceros de la plaza se unieron los esparteros, bordadores, botoneras o cuchilleros, que dieron nombre a las calles aledañas.
Su origen más remoto es medieval, aunque la traza actual del recinto corresponde al proyecto del arquitecto de Felipe III, Juan Gómez de Mora, realizado en 1617, fecha de la que este año la capital está conmemorando el cuarto centenario con música, teatro, mascaradas, cine y danza. Dos siglos atrás de aquella fecha y muy lejos de imaginar su noble destino, el recinto era un desaliñado mercado de abastos que dio en llamarse plaza del Arrabal y que creció sobre la explanada de una antigua laguna a cuyo alrededor, ya desde tiempos de los Reyes Católicos, se colocaban tenderetes para vender vinos y comidas. Al situarse fuera del recinto amurallado –en el arrabal de Santa Cruz–, el mercado estaba exento de pagar derechos de portazgo, por lo que los precios de los productos eran más baratos, razón por la que se convirtió en una de las plazas más frecuentadas por los madrileños.
En torno a aquel incipiente foco de actividad, situado en la confluencia de los caminos de Toledo y Atocha, se fueron levantando viviendas de forma desordenada, dando lugar a un recinto abierto y de trazado irregular. Allí se alzó la primera construcción porticada que sería característica de la futura plaza: la lonja que regulaba el comercio en ella, antecedente de la Real Casa de la Panadería.
Eterna superviviente, la plaza sufrió en su centenaria historia tres incendios devastadores que dieron lugar también a profundas operaciones de rediseño. Y ha resistido con gallardía las veleidades de regidores deseosos de pasar a la historia por dejar en ella su impronta, de modo que ha lucido ajardinada a la francesa, engalanada de árboles, fuentes y parterres; como en su día fue escenario de corridas de toros, ajusticiamientos, beatificaciones y coronaciones; alojó cabeceras de tranvía y fue utilizada como aparcamiento. Siempre viva, castiza o mundana, tuvo un balcón reservado a los reyes pero también se llamó plaza de la República. Imperial y doméstica al mismo tiempo, a su alrededor se arremolinaron los gremios al calor de la creciente actividad comercial de la zona, y a los panaderos y carniceros de la plaza se unieron los esparteros, bordadores, botoneras o cuchilleros, que dieron nombre a las calles aledañas.
Su origen más remoto es medieval, aunque la traza actual del recinto corresponde al proyecto del arquitecto de Felipe III, Juan Gómez de Mora, realizado en 1617, fecha de la que este año la capital está conmemorando el cuarto centenario con música, teatro, mascaradas, cine y danza. Dos siglos atrás de aquella fecha y muy lejos de imaginar su noble destino, el recinto era un desaliñado mercado de abastos que dio en llamarse plaza del Arrabal y que creció sobre la explanada de una antigua laguna a cuyo alrededor, ya desde tiempos de los Reyes Católicos, se colocaban tenderetes para vender vinos y comidas. Al situarse fuera del recinto amurallado –en el arrabal de Santa Cruz–, el mercado estaba exento de pagar derechos de portazgo, por lo que los precios de los productos eran más baratos, razón por la que se convirtió en una de las plazas más frecuentadas por los madrileños.
En torno a aquel incipiente foco de actividad, situado en la confluencia de los caminos de Toledo y Atocha, se fueron levantando viviendas de forma desordenada, dando lugar a un recinto abierto y de trazado irregular. Allí se alzó la primera construcción porticada que sería característica de la futura plaza: la lonja que regulaba el comercio en ella, antecedente de la Real Casa de la Panadería.
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